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Warning: file_put_contents(aCache/aDaily/post/algodelevangelio/--): Failed to open stream: No such file or directory in /var/www/tgoop/post.php on line 50 Algo del Evangelio@algodelevangelio P.17323
El sentido de la ubicación, el conocernos cómo somos, es algo que se aprende por supuesto a lo largo de la vida, a veces a los tumbos, otras veces gracias a personas que Dios permite que se crucen en nuestro camino. Cuando al lado nuestro tenemos a alguien bien ubicado y que nos ayuda a ubicarnos, ¡qué bien nos hace, qué necesario que es! Personas que no quieren ser el centro de nada; hombres y mujeres que no les interesa ser señalados, sino señalar a Jesús. Imaginá si todos los cristianos fuéramos así de humildes y ubicados, ¡qué lindo y fácil sería! Muchos más conocerían a Jesús y se quedarían con él, y no tanto con nosotros. Esto es algo que en la Iglesia debemos aprenderlo cada día más, cada vez más en un mundo que le gusta mucho figurar y ser aplaudido, en un mundo que exacerba nuestras ansias de ser «alguien» para el mundo; las exacerba y las felicita, y por eso al mundo le encanta felicitar los logros obtenidos y dejar grabado su nombre en cuanto lugar se pueda. Esto es algo que los sacerdotes y cada cristiano debemos aprender siempre: saber señalar y alegrarnos que los que nos estaban «siguiendo» a nosotros se decidan seguir a Jesús con libertad y decisión.
Algo del evangelio de hoy nos muestra un poco esto. «Juan señaló a Jesús, como el cordero de Dios, y sus dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús». Así de simple. ¿Podemos imaginar que Juan se entristeció porque «perdió a dos de los suyos»? Al contrario, se habrá llenado de gozo. La humildad que no busca verse así mismo, la humildad que no se busca así mismo, sino que se alegra de que los demás se encuentren con Jesús, es la meta a la que debemos aspirar. A veces cuando uno escucha o ve que dentro de la Iglesia andamos como «robándonos discípulos» entre nosotros o enojándonos porque nuestros «fieles» andan de acá por allá buscando a Jesús, muriéndonos de celos porque alguien decide estar con Jesús en otro lado, me pongo a pensar: ¿Habremos leído y meditado este evangelio? ¿Cómo es posible que sacerdotes, religiosos, movimientos, congregaciones, parroquias o lo que sea pensemos que los demás pueden conocer a Jesús solo por medio nuestro, como si fuéramos los nuevos Mesías? Bueno, sí, todo puede ser. Pasa, no hay que escandalizarse. Pero nosotros podemos aspirar a algo distinto. Podemos aspirar a otra cosa, podemos desear que nuestra evangelización no sea un «satisfacer» nuestras ansias de ser queridos, de ser reconocidos, de que nos «palmeen» la espalda para sentir lo buenos que somos. Esa es la misión de la Iglesia: ser como la luna, que no tiene luz propia –solo refleja la luz del sol, que es nuestro buen Jesús–. Esa es la misión del que conoce y ama a Jesucristo, sea el lugar que le toque ocupar en el Cuerpo de la Iglesia, sea que seamos como una «uña» o un «brazo». No importa qué órgano, la tarea es la misma, el fin es el mismo, la alegría debería ser la misma. En definitiva, nuestra vida se podría sintetizar en este pasaje del evangelio, en ese momento en el que Jesús ante nuestras búsquedas nos pregunte: ¿Qué querés? ¿Qué quieren? Y nosotros podamos responder: «Queremos estar con vos, queremos saber dónde vivís, dónde podemos encontrarte». Y aceptar su invitación para ir y ver. ¡Qué buen momento, qué lindo momento! Todo lo demás es adorno de la vida. Todo lo demás puede cambiar. Pero eso jamás, eso es irremplazable e intransferible. No importa en donde me encuentro con Jesús y quién me lo señale. Lo importante es que andemos con él, nos quedemos con él. Cuando comprendemos realmente esto, todo lo demás pasa a segundo plano. Me puede gustar más o menos un lugar o el otro. Me puedo sentir mejor en una comunidad cristiana o en la otra. Me puede gustar más escuchar a un sacerdote o el otro. Me puede gustar un grupo de oración, una forma de rezar distinta. Me puede gustar una congregación o la otra. Pero, en definitiva, lo que me tiene que gustar es estar con Jesús.
El sentido de la ubicación, el conocernos cómo somos, es algo que se aprende por supuesto a lo largo de la vida, a veces a los tumbos, otras veces gracias a personas que Dios permite que se crucen en nuestro camino. Cuando al lado nuestro tenemos a alguien bien ubicado y que nos ayuda a ubicarnos, ¡qué bien nos hace, qué necesario que es! Personas que no quieren ser el centro de nada; hombres y mujeres que no les interesa ser señalados, sino señalar a Jesús. Imaginá si todos los cristianos fuéramos así de humildes y ubicados, ¡qué lindo y fácil sería! Muchos más conocerían a Jesús y se quedarían con él, y no tanto con nosotros. Esto es algo que en la Iglesia debemos aprenderlo cada día más, cada vez más en un mundo que le gusta mucho figurar y ser aplaudido, en un mundo que exacerba nuestras ansias de ser «alguien» para el mundo; las exacerba y las felicita, y por eso al mundo le encanta felicitar los logros obtenidos y dejar grabado su nombre en cuanto lugar se pueda. Esto es algo que los sacerdotes y cada cristiano debemos aprender siempre: saber señalar y alegrarnos que los que nos estaban «siguiendo» a nosotros se decidan seguir a Jesús con libertad y decisión.
Algo del evangelio de hoy nos muestra un poco esto. «Juan señaló a Jesús, como el cordero de Dios, y sus dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús». Así de simple. ¿Podemos imaginar que Juan se entristeció porque «perdió a dos de los suyos»? Al contrario, se habrá llenado de gozo. La humildad que no busca verse así mismo, la humildad que no se busca así mismo, sino que se alegra de que los demás se encuentren con Jesús, es la meta a la que debemos aspirar. A veces cuando uno escucha o ve que dentro de la Iglesia andamos como «robándonos discípulos» entre nosotros o enojándonos porque nuestros «fieles» andan de acá por allá buscando a Jesús, muriéndonos de celos porque alguien decide estar con Jesús en otro lado, me pongo a pensar: ¿Habremos leído y meditado este evangelio? ¿Cómo es posible que sacerdotes, religiosos, movimientos, congregaciones, parroquias o lo que sea pensemos que los demás pueden conocer a Jesús solo por medio nuestro, como si fuéramos los nuevos Mesías? Bueno, sí, todo puede ser. Pasa, no hay que escandalizarse. Pero nosotros podemos aspirar a algo distinto. Podemos aspirar a otra cosa, podemos desear que nuestra evangelización no sea un «satisfacer» nuestras ansias de ser queridos, de ser reconocidos, de que nos «palmeen» la espalda para sentir lo buenos que somos. Esa es la misión de la Iglesia: ser como la luna, que no tiene luz propia –solo refleja la luz del sol, que es nuestro buen Jesús–. Esa es la misión del que conoce y ama a Jesucristo, sea el lugar que le toque ocupar en el Cuerpo de la Iglesia, sea que seamos como una «uña» o un «brazo». No importa qué órgano, la tarea es la misma, el fin es el mismo, la alegría debería ser la misma. En definitiva, nuestra vida se podría sintetizar en este pasaje del evangelio, en ese momento en el que Jesús ante nuestras búsquedas nos pregunte: ¿Qué querés? ¿Qué quieren? Y nosotros podamos responder: «Queremos estar con vos, queremos saber dónde vivís, dónde podemos encontrarte». Y aceptar su invitación para ir y ver. ¡Qué buen momento, qué lindo momento! Todo lo demás es adorno de la vida. Todo lo demás puede cambiar. Pero eso jamás, eso es irremplazable e intransferible. No importa en donde me encuentro con Jesús y quién me lo señale. Lo importante es que andemos con él, nos quedemos con él. Cuando comprendemos realmente esto, todo lo demás pasa a segundo plano. Me puede gustar más o menos un lugar o el otro. Me puedo sentir mejor en una comunidad cristiana o en la otra. Me puede gustar más escuchar a un sacerdote o el otro. Me puede gustar un grupo de oración, una forma de rezar distinta. Me puede gustar una congregación o la otra. Pero, en definitiva, lo que me tiene que gustar es estar con Jesús.
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