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1034 - Telegram Web
Telegram Web
¡Ay! cuando un pueblo rompe la valla,
y con instinto ciego y brutal
incendia y tala, mata y blasfema
y en sangre anega su libertad,
la turbulencia que engendra monstruos
crea el tirano providencial;
que también tiene como las fieras,
sus domadores la humanidad.

¡Cartagena! Por Gaspar Núñez de Arce.
Yo voy por esta solitaria tierra
de antiguos pensamientos molestado,
huyendo el resplandor del sol dorado,
que de sus puros rayos me destierra.
El paso a la esperanza se me cierra,
de una ardua cumbre a un cerro vo enriscado,
con los ojos volviendo al apartado
lugar, sólo principio de mi guerra.
Tanto bien representa la memoria
y tanto mal encuentra la presencia,
que me desmaya el corazón vencido.
¡Oh crueles despojos de mi gloria!
desconfïanza, olvido, celo, ausencia,
¿por qué cansáis a un mísero rendido?

Fernando de Herrera.
Don Juan, al peso de la edad vencido,
Y con el alma de amargura llena,
Vivía, por el reuma recluido,
En una antigua casa en Cartagena.

Con tisanas sostiénese y bromuro
El atleta de eróticas hazañas;
Y en su guitarra, que se ve en el muro,
Las cuerdas rotas, hilan las arañas.

En su sillón, clavado, se aburría,
Se aburría don Juan en su aislamiento,
Y su pasado al recordar, sentía
Tristeza y un tenaz remordimiento.

Don Juan durmió después la noche entera,
Mientras veía, fúlgida y alada,
Una virgen hermosa y hechicera
Que inclinaba la frente en la almohada,

Y al oído decíale en su sueño:
«Si en silencio te amé, si tú en la vida
Fuiste mi único amor, mi solo dueño,
Hoy te adoro, don Juan, agradecida».


Don Juan, Ismael Enrique Arciniegas.
Todo el poder que da la Poesía
lo tengo en este instante: su pureza,
su triple y abismal naturaleza,
su túnica de sal, su bizarría.

El barro, si lo toco, se podría
volver celeridad y en mi cabeza
crecer una montaña y la tristeza
desbordárseme en súbita alegría.

No me toques ahora. No me mires
con tus ojos humanos. No respires
la atmósfera que soy. Déjame mudo

sin que ningún silencio me quebrante.
No te avergüences de que en mi levante
la desnudez total. Ya estoy desnudo.


Desnudez, Germán Pardo García.
La muerte no es quedarme
con las manos ancladas
como barcos inútiles
a mis propias orillas,
ni tener en los ojos,
tras la sombra del párpado
el último paisaje
hundiéndose en sí mismo.

La muerte no es sentirme
fija en la tierra oscura
mientras mueve la noche
su gajo de luceros,
y mueve el mar profundo
las naves y los peces,
y el viento mueve estíos,
otoños, primaveras.

¡Otra cosa es la muerte!

Decir tu nombre una
y otra vez en la niebla
sin que tornes el rostro
a mi rostro, es la muerte.
Y estar de ti lejana
cuando dices "La tarde
vuela sobre las rosas
como un ala de oro".


La muerte es ir borrando
caminos de regreso
y llegar con mis lágrimas
a un país sin nosotros
y es saber que pregunta
mi corazón en vano,
ya para siempre en vano,
por tu melancolía

Otra cosa es la muerte.


Muerte mía, Meira Delmar.
Cumpliendo con mi oficio
piedra con piedra, pluma a pluma,
pasa el invierno y deja
sitios abandonados,
habitaciones muertas:
yo trabajo y trabajo,
debo substituir
tantos olvidos,
llenar de pan las tinieblas,
fundar otra vez la esperanza.

No es para mí sino el polvo,
la lluvia cruel de la estación,
no me reservo nada
sino todo el espacio
y allí trabajar, trabajar,
manifestar la primavera.

A todos tengo que dar algo
cada semana y cada día,
un regalo de color azul,
un pétalo frío del bosque,
y ya de mañana estoy vivo
mientras los otros se sumergen
en la pereza, en el amor,
yo estoy limpiando mi campana,
mi corazón, mis herramientas.

Tengo rocío para todos.


A mis obligaciones, Pablo Neruda.
1

El beso que no te di
se me ha vuelto estrella dentro...
¡Quién lo pudiera tornar
—y en tu boca...—otra vez beso!

2

Quién pudiera como el río
ser fugitivo y eterno:
Partir, llegar, pasar siempre
y ser siempre el río fresco...

3

Es tarde para la rosa.
Es pronto para el invierno.
Mi hora no está en el reloj...
¡Me quedé fuera del tiempo!...

4

Tarde, pronto, ayer perdido...
mañana inlogrado, incierto
hoy... ¡Medidas que no pueden
fijar, sujetar un beso!...

5

Un kilómetro de luz,
un gramo de pensamiento...
(De noche el reloj que late
es el corazón del tiempo...)

6

Voy a medirme el amor
con una cinta de acero:
Una punta en la montaña
La otra... ¡clávala en el viento!


Tiempo, Dulce María Loynaz de Castillo.
Pobre barquilla mía,
entre peñascos rota,
sin velas desvelada,
y entre las olas sola:

¿Adónde vas perdida?
¿Adónde, di, te engolfas?
Que no hay deseos cuerdos
con esperanzas locas.

Como las altas naves
te apartas animosa
de la vecina tierra,
y al fiero mar te arrojas.

Igual en las fortunas,
mayor en las congojas,
pequeño en las defensas,
incitas a las ondas.

Advierte que te llevan
a dar entre las rocas
de la soberbia envidia,
naufragio de las honras.

Cuando por las riberas
andabas costa a costa,
nunca del mar temiste
las iras procelosas.

Segura navegabas;
que por la tierra propia
nunca el peligro es mucho
adonde el agua es poca.

Verdad es que en la patria
no es la virtud dichosa,
ni se estimó la perla
hasta dejar la concha.

Dirás que muchas barcas
con el favor en popa,
saliendo desdichadas,
volvieron venturosas.

No mires los ejemplos
de las que van y tornan,
que a muchas ha perdido
la dicha de las otras.

Para los altos mares
no llevas cautelosa
ni velas de mentiras,
ni remos de lisonjas.

¿Quién te engañó, barquilla?
Vuelve, vuelve la proa,
que presumir de nave
fortunas ocasiona.

¿Qué jarcias te entretejen?
¿Qué ricas banderolas
azote son del viento
y de las aguas sombra?

¿En qué gabia descubres
del árbol alta copa,
la tierra en perspectiva,
del mar incultas orlas?

¿En qué celajes fundas
que es bien echar la sonda,
cuando, perdido el rumbo,
erraste la derrota?

Si te sepulta arena,
¿qué sirve fama heroica?
Que nunca desdichados
sus pensamientos logran.

¿Qué importa que te ciñan
ramas verdes o rojas,
que en selvas de corales
salado césped brota?

Laureles de la orilla
solamente coronan
navíos de alto borde
que jarcias de oro adornan.

No quieras que yo sea
por tu soberbia pompa
faetonte de barqueros,
que los laureles lloran.

Pasaron ya los tiempos
cuando, lamiendo rosas,
el céfiro bullía
y suspiraba aromas.

Ya fieros huracanes
tan arrogantes soplan,
que, salpicando estrellas,
del sol la frente mojan.

Ya los valientes rayos
de la vulcana forja,
en vez de torres altas,
abrasan pobres chozas.

Contenta con tus redes,
a la playa arenosa
mojado me sacabas;
pero vivo, ¿qué importa?

Cuando de rojo nácar
se afeitaba la aurora,
más peces te llenaban
que ella lloraba aljófar.

Al bello sol que adoro,
enjuta ya la ropa,
nos daba una cabaña
la cama de sus hojas.

Esposo me llamaba,
yo la llamaba esposa,
parándose de envidia
la celestial antorcha.

Sin pleito, sin disgusto,
la muerte nos divorcia:
¡Ay de la pobre barca
que en lágrimas se ahoga!

Quedad sobre el arena,
inútiles escotas;
que no ha menester velas
quien a su bien no torna.

Si con eternas plantas
las fijas luces doras,
¡oh dueño de mi barca!,
y en dulce paz reposas,

merezca que le pidas
al bien que eterno gozas
que adonde estás me lleve
más pura y más hermosa.

Mi honesto amor te obligue;
que no es digna vitoria
para quejas humanas
ser las deidades sordas.

Mas ¡ay, que no me escuchas!
Pero la vida es corta:
viviendo, todo falta;
muriendo, todo sobra.


Lope Félix de Vega y Carpio.
Fingiendo indiferencia, temerosa
conmigo conversaba,
de nuestro amor de un día, de aquellos sueños
de dicha y esperanza.

Al evocar tan íntimas memorias,
estremeciese mi alma,
y el muerto corazón, lleno de vida,
sentí que se agitaba.

Hablamos de amor, que de nosotros
lejos tendió sus alas,
y dichosos y alegres recordamos
la ventura pasada...

Después... te hablé de mi ilusión perdida,
de mi pasión befada,
y te mostré mi corazón leproso
que a mí mismo me espanta.

¡Te horrorizaste!... E inclinando trémula
el rostro avergonzada,
de perdón intentaron esos labios
decir una palabra.

Pero triunfó el orgullo, y te negaste
a confesar tu falta...
No obstante, de tus ojos, temblorosa,
vi rodar una lágrima.

¡Dichosa tú que sientes y que lloras
la ventura pasada!
¡Pobre de aquel que en su dolor no tiene
ni consuelo, ni lágrimas!


Fingiendo indiferencia, Rafael Delgado.
Muchachos
Que nunca fuisteis compañeros de mi vida,
Adiós.
Muchachos
Que no seréis nunca compañeros de mi vida
Adiós.

El tiempo de una vida nos separa
Infranqueable:
A un lado la juventud libre y risueña;
A otro la vejez humillante e inhóspita.

De joven no sabía
Ver la hermosura, codiciarla, poseerla;
De viejo la he aprendido
Y veo a la hermosura, mas la codicio inútilmente.

Mano de viejo mancha
El cuerpo juvenil si intenta acariciarlo.
Con solitaria dignidad el viejo debe
Pasar de largo junto a la tentación tardía.

Frescos y codiciables son los labios besados,
Labios nunca besados más codiciables y frescos aparecen.
¿Qué remedio, amigos? ¿Qué remedio?
Bien lo sé: no lo hay.

Qué dulce hubiera sido
En vuestra compañía vivir un tiempo:
Bañarse juntos en aguas de una playa caliente,
Compartir bebida y alimento en una mesa.
Sonreír, conversar, pasearse
Mirando cerca, en vuestros ojos, esa luz y esa música.

Seguid, seguid así, tan descuidadamente,
Atrayendo al amor, atrayendo al deseo.
No cuidéis de la herida que la hermosura vuestra y vuestra gracia abren
En este transeúnte inmune en apariencia a ellas.

Adiós, adiós, manojos de gracias y donaires.
Que yo pronto he de irme, confiado,
Adonde, anudado el roto hilo, diga y haga
Lo que aquí falta, lo que a tiempo decir y hacer aquí no supe.

Adiós, adiós, compañeros imposibles.
Que ya tan sólo aprendo
A morir, deseando
Veros de nuevo, hermosos igualmente
En alguna otra vida.


Despedida, Luis Cernuda.
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A una pintura de nuestra señora, de muy excelente pincel


Si un pincel, aunque grande, al fin humano,
pudo hacer tan bellísima Pintura,
que aun vista perspicaz en vano apura
tus luces —o admirada, si no en vano—:

el Autor de tu Alma soberano,
proporcionado campo a más hechura,
¿qué gracia pintaría, qué hermosura,
el Lienzo más capaz, mejor la Mano?

¿Si estará ya en la Esfera luminoso
el pincel, de Lucero gradüado,
porque te amaneció, Divina Aurora?

¡Y cómo que lo está! Pero, quejoso,
dice que ni aun la costa le han pagado:
que gastó en ti más luz que tiene ahora.


Soneto, Sor Juana Inés de la Cruz.
Admira, con el suceso que refiere, los efectos imprevenibles de algunos acuerdos


La heroica esposa de Pompeyo altiva,
al ver su vestidura en sangre roja,
con generosa cólera se enoja
de sospecharlo muerto y estar viva.

Rinde la vida en que el sosiego estriba
de esposo y padre, y con mortal congoja
la concebida sucesión arroja,
y de la paz con ella a Roma priva.

Si el infeliz concepto que tenía
en las entrañas Julia no abortara,
la muerte de Pompeyo excusaría:

¡Oh tirana Fortuna, quién pensara
que con el mismo amor que la temía
con ese mismo amor se la causara!


Soneto, Sor Juana Inés de la Cruz.
Ojos hay soñadores y profundos
que nos abren lejanas perspectivas;
ojos cuyas miradas pensativas
nos llevan a otros cielos y a otros mundos.

Ojos, como el pensar, meditabundos,
en cuyo fondo gris vagan esquivas
bandadas de ilusiones fugitivas,
como en el mar alciones errabundos.

Ojos hay que las penas embellecen
y dan el filtro de celeste olvido
a los que al peso de su cruz fallecen;

ojos tan dulces como el bien que ha sido
y que en su etérea vaguedad parecen
astros salvados del edén perdido.


Los ojos, Antonio Gómez Restrepo.
I

Quédate aquí, corazón.
En tres pedazos partido.
Ya que del buque el silbido
Me intima deportación.

Quédate aquí, que ocasión
Ya en mi viaje no presiento
Para el dulce arrobamiento
De que hasta aquí disfruté,
Y al dejarte aquí bien sé
Que quedarás muy contento.

II

Aflígeme el que no pueda
Darte entero a cada hermosa
De esa trinidad preciosa
Que tu posesión hereda;
Pero cada parte queda
Tan cerca de las demás,
Que antes me agradecerás
El dejarlas hoy aparte
Por el placer de juntarte
Que a menudo gozarás.

III

Tú, corazón, sabes bien
Cuan tiernamente se quieren
Las tres, que por verse mueren
Siempre que ausentes se ven.
Piensa, pues, cuando se den
Las manos, cuando se abracen,
Cuando boca y boca enlacen;
Piensa en lo que sentirás
Si te juntas tu al compás
De las caricias que se hacen.

IV

Todos los ángeles son
(Menos el ángel maldito)
Coro de Dios favorito,
Jazmines de perfección.
No es dable hacer excepción
Entre seres todos bellos,
Todos puros, cual destellos
Del sol que anuncia la fe,
Y si el mundo ángeles ve
Aquí llegaron tres dellos.

V

Pero así cual varias tintas
Guarda en su luz cada rayo,
Y el ojo en el iris gayo
Ve varias fúlgidas cintas,
Las excelencias distintas
No es posible separar
En cada ángel, y admirar
En sólo uno de los tres
Algo que de todos es,
No de uno en particular.

VI

Así diré que Delfina
Es la modestia encarnada,
Con la cual brilla esmaltada
Toda gracia femenina;
Rebeca en tanto asesina
Con ojo fascinador,
Mas nunca existió mayor
Inocencia en la hermosura,
Y es entre ángeles dulzura
El nombre de Leonor.

VII

De Dios ferviente imploré
Retornarme al patrio suelo,
Y acaso enviada del cielo
Mi escolta de ángeles fue.
A bordo las encontré,
Llegué ayer, y hoy se me apartan;
Pero antes que al cielo partan
Dejándome en salvación,
Justo es que mi corazón
Entre las tres se repartan.


Despedida de Barranquilla, Rafael Pombo.
Quien de tantos burdeles ha escapado
y tantas puterías ha corrido
¡que le traiga a las manos de Cupido
al cabo y a la postre su pecado!

Más querría un incordio en cada lado
y en la parte contraria un escupido,
que verme viejo, loco, entretenido
del viento y en el aire enamorado.

Comencé este camino de temprano,
sin estar libre una hora de contienda,
mas todo lo recojo ahora en suma.

Rapaz tiñoso, ¡ten queda la mano!
que te daré de azotes con la venda
y pelarte he las alas pluma a pluma.


Soneto II, Diego Hurtado de Mendoza.
La noche infla en el viento su rica tienda de oro,
amarrada a los mástiles que escoltan la bahía.
El mar lanza a los ámbitos raudales de armonía
por todos los carrizos de su órgano sonoro.

Rasga el azul la chispa fugaz de un meteoro,
y, simulando estela retrasada del día,
honda fosforescencia arde en la lejanía
como vivida llama de ignorado tesoro.

Gárrulos, en la orilla discurren los palmares,
devanando en sus rubias antenas rumorosas
en dorados ovillos los copos estelares.

Sólo yo callo y pienso bajo el arco del mundo
y ajeno a la inocente vanidad de las cosas
doy a la noche huérfana mi corazón profundo.


El corazón de la noche, Mario Carvajal.
Yo acuerdo revelaros un secreto
en un soneto, Inés, bella enemiga;
mas, por buen orden que yo en esto siga,
no podrá ser en el primer cuarteto.

Venidos al sigundo, yo os prometo
que no se ha de pasar sin que os lo diga;
mas estoy hecho, Inés, una hormiga:
que van fuera ocho versos del soneto.

Pues ved, Inés, qué ordena el duro hado:
que teniendo el soneto ya en la boca
y el modo de decillo preparado,

conté los versos todos y he hallado
que, por la cuenta que a un soneto toca,
ya este soneto, Inés, es acabado.

Soneto, Baltasar del Alcázar.
A Gregorio Martínez Sierra

Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...

Plural ha sido la celeste
historia de mi corazón.
Era una dulce niña, en este
mundo de duelo y de aflicción.

Miraba como el alba pura;
sonreía como una flor.
Era su cabellera obscura
hecha de noche y de dolor.

Yo era tímido como un niño.
Ella, naturalmente, fue,
para mi amor hecho de armiño,
Herodías y Salomé...

Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...

Y más consoladora y más
halagadora y expresiva,
la otra fue más sensitiva
cual no pensé encontrar jamás.

Pues a su continua ternura
una pasión violenta unía.
En un peplo de gasa pura
una bacante se envolvía...

En sus brazos tomó mi ensueño
y lo arrulló como a un bebé...
Y te mató, triste y pequeño,
falto de luz, falto de fe...

Juventud, divino tesoro,
¡te fuiste para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...

Otra juzgó que era mi boca
el estuche de su pasión;
y que me roería, loca,
con sus dientes el corazón.

Poniendo en un amor de exceso
la mira de su voluntad,
mientras eran abrazo y beso
síntesis de la eternidad;

y de nuestra carne ligera
imaginar siempre un Edén,
sin pensar que la Primavera
y la carne acaban también...

Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer.

¡Y las demás! En tantos climas,
en tantas tierras siempre son,
si no pretextos de mis rimas
fantasmas de mi corazón.

En vano busqué a la princesa
que estaba triste de esperar.
La vida es dura. Amarga y pesa.
¡Ya no hay princesa que cantar!

Mas a pesar del tiempo terco,
mi sed de amor no tiene fin;
con el cabello gris, me acerco
a los rosales del jardín...

Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...
¡Mas es mía el Alba de oro!


Canción de otoño en primavera, Rubén Darío.
2025/06/18 23:10:45
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