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940 - Telegram Web
Telegram Web
Pasa feliz la juventud ufana,
Soñando dichas que el amor le envía,
Como risueña pasa cada día
La hermosa luz de la gentil mañana.

   El breve sueño de su pompa vana
La sombra apaga de la tarde umbría,
Como apaga en el alma la alegría
La oscuridad de la tristeza humana.

   Huyó mi juventud; todo el encanto
Que vi risueño en mi candor primero,
Fue a sepultarse en el tremendo abismo;

   Pero dichoso yo vivo entre tanto,
Porque este dulce afán con que te quiero,
Aquí en mi corazón siempre es el mismo.


Siempre, José Selgas y Carrasco.
En el dulce silencio campesino,
y en copas de cristal, el labio bebe
la frescura del alba, como un vino
de rosas rojas conservado en nieve.

La geórgica blancura de un molino
como en una oración sus aspas mueve…
Se apaga el astro y se despierta el trino,
y una paz celestial de todo llueve.

¡Oh, sentir, entre sueños, el sonoro
clamor de la campana cristalina
llamando a misa con su voz de oro!...

¡Y mirar florecer en tu ventana,
en el pico de alguna golondrina,
la campanilla azul de la mañana!


Misa del alba, Francisco Villaespesa.
Soñé la muerte y era muy sencillo;
una hebra de seda me envolvía,
y a cada beso tuyo,
con una vuelta menos me ceñía
y cada beso tuyo
era un día;
y el tiempo que mediaba entre dos besos
una noche. La muerte era muy sencilla.
Y poco a poco fue desenvolviéndose
la hebra fatal. Ya no la retenía
sino por solo un cabo entre los dedos...
Cuando de pronto te pusiste fría
y ya no me besaste...
y solté el cabo, y se me fue la vida.


Historia de mi muerte, Leopoldo Lugones.
Sólo florece el agua que está queda
Miguel de Unamuno


No sé si es sombra en el cristal, si es sólo
calor que empaña un brillo; nadie sabe
si es de vuelo este pájaro o de llanto;
nadie le oprime con su mano, nunca
le he sentido latir, y está cayendo
como sombra de lluvia, dentro y dulce,
del bosque de la sangre, hasta dejarla
casi acuñada y vegetal, tranquila.
No sé, siempre es así, tu voz me llega
como el aire de Marzo en un espejo,
como el paso que mueve una cortina
detrás de la mirada; ya me siento
oscuro y casi andado; no sé cómo
voy a llegar, buscándote, hasta el centro
de nuestro corazón, y allí decirte,
madre, que yo he de hacer en tanto viva,
que no te quedes huérfana de hijo,
que no te quedes sola allá en tu cielo,
que no te falte yo como me faltas.


Y escribir tu silencio sobre el agua, Luis Rosales.
Dígame mi labriego
¿Cómo es que ha andado
En esta noche lóbrega
Este hondo campo?
Dígame de qué flores
Untó el arado,
Que la tierra olorosa
Trasciende a nardos?
Dígame de qué ríos
Regó ese prado,
Que era un valle muy negro
Y ora es lozano?

Otros, con dagas grandes
Mi pecho araron:
Pues ¿qué hierro es el tuyo
Que no hace daño?
Y esto dije —y el niño
Riendo me trajo
En sus dos manos blancas
Un beso casto.


Valle lozano, José Martí.
Estábase una cabra muy atenta
largo rato escuchando
de un acorde violín el eco blando.
Los pies se le bailaban de contenta;
y a cierto jaco que también suspenso

casi olvidaba el pienso,
dirigió de esta suerte la palabra:
«¿No oyes de aquellas cuerdas la armonía?
Pues sabe que son tripas de una cabra
que fue en un tiempo compañera mía.

»Confío ¡dicha grande! que algún día,
no menos dulces trinos
formarán mis sonoros intestinos».
Volviose el buen rocín y respondiola:
«A fe que no resuenan esas cuerdas

»sino porque las hieren con las cerdas
que sufrí me arrancasen de la cola.
Mi dolor me costó, pasé mi susto,
pero al fin tengo el gusto
de ver que lucimiento

»debe a mi auxilio el músico instrumento.
Tú, que satisfacción igual esperas,
¿cuándo la gozarás? Después que mueras».
Así, ni más ni menos, porque en vida
no ha conseguido ver obra aplaudida

algún mal escritor, al juicio apela
de la posteridad, y se consuela.


La cabra y el caballo, Tomás de Iriarte.
Contentamientos pasados,
¿qué quereis?
Dejadme, no me canséis.

Contentos cuya memoria
a cruel muerte condena,
idos de mí enhorabuena,
y pues que no me dais gloria
no vengáis a darme pena.
Ya están los tiempos trocados,
mi bien llevóselo el viento,
no me deis ya más cuidados,
que son para más tormento
contentamientos pasados.

No me os mostréis lisonjeros,
que no habéis de ser creídos,
ni me amenacéis con fieros,
porque el temor de perderos
lo perdí siendo perdidos,
y si acaso pretendéis
cumplir vuestra voluntad
con mi muerte, bien podréis
matarme; y si no, mirad,
¿qué queréis?

Si dar disgusto y desdén
es vuestro propio caudal,
sabed que he quedado tal
que aún no me ha dejado el bien
de suerte que sienta el mal;
mas con todo, pues me habéis
dejado y estoy sin vos,
¡paso!, ¡no me atormentéis!
Contentos, idos con Dios,
dejadme, no me canséis.


Letrilla, Vicente Espinel.
Es tan glorioso y alto el pensamiento
que me mantiene en vida y causa muerte,
que no sé estilo o medio con que acierte
a declarar el mal y el bien que siento.

Dilo tú, amor, que sabes mi tormento,
y traza un nuevo modo que concierte
estos varios extremos de mi suerte
que alivian con su causa el sentimiento;

en cuya pena, si es glorioso efecto
el sacrificio de la fe más pura
que está ardiendo en las alas del respeto,

ose el amor, si teme la ventura,
que entre misterios de un amor secreto
amar es fuerza y esperar locura.


Juan de Tassis y Peralta
Conde de Villamediana
Te acariciaba, mar, en mi desvelo.
Te soñaba en mi sueño, ¡inesperado!
Te esperaba en la sombra recatado
y te oía en el silencio de mi duelo.
Eras, para mi cuerpo, cielo y suelo;
símbolo de mi sueño, inexplicado;
olor para mi sombra, iluminado;
rumor en el silencio de mi celo.
Te tuve ayer hirviendo entre mis manos,
caí despierto en tu profundo río,
sentí el roce de tus muslos cercanos.
Y aunque fui tuyo, entre tus brazos frío,
tu calor y tu aliento fueron vanos:
cada vez más te siento menos mío.


Mar, Xavier Villaurrutia.
Yo lo noto: cómo me voy volviendo
menos cierto, confuso,
disolviéndome en aire
cotidiano, burdo
jirón de mí, deshilachado
y roto por los puños.

Yo comprendo: he vivido
un año más, y eso es muy duro.
¡Mover el corazón todos los días
casi cien veces por minuto!

Para vivir un año es necesario
morirse muchas veces mucho.


Cumpleaños, Ángel González.
Ya vuelve la primavera:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Tiende sobre la pradera
El verde manto—de la esperanza.

Sopla caliente la brisa:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Las nubes pasan aprisa,
Y el azur muestran—de la esperanza.

La flor ríe en su capullo:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Canta el agua en su murmullo
El poder santo—de la esperanza.

¿La oís que en los aires trina?
Suene la gaita,—ruede la danza:
—«Abrid a la golondrina,
Que vuelve en alas—de la esperanza.»—

Niña, la niña modesta:
Suene la gaita,—ruede la danza:
El Mayo trae tu fiesta
Que el logro trae—de tu esperanza.

Cubre la tierra el amor:
Suene la gaita,—ruede la danza:
El perfume engendrador
Al seno sube—de la esperanza.

Todo zumba y reverdece:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Cuanto el son y el verdor crece,
Tanto más crece—toda esperanza.

Sonido, aroma y color
(Suene la gaita,—ruede la danza)
Únense en himnos de amor,
Que engendra el himno—de la esperanza.

Morirá la primavera:
Suene la gaita,—ruede la danza:
Mas cada año en la pradera
Tornará el manto—de la esperanza.

La inocencia de la vida
(Calle la gaita,—pare la danza)
No torna una vez perdida:
¡Perdí la mía!—¡ay mi esperanza!


Canción de la primavera, Pablo Piferrer.
I

Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna
ni los lentos jardines. Ya no hay una
luna que no sea espejo del pasado,

cristal de soledad, sol de agonías.
Adiós las mutuas manos y las sienes
que acercaba el amor. Hoy sólo tienes
la fiel memoria y los desiertos días.

Nadie pierde (repites vanamente)
sino lo que no tiene y no ha tenido
nunca, pero no basta ser valiente

para aprender el arte del olvido
Un símbolo, una rosa, te desgarra
y te puede matar una guitarra.

II

Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
un instante cualquiera es más profundo
y diverso que el mar. La vida es corta

y aunque las horas son tan largas, una
oscura maravilla nos acecha,
la muerte, ese otro mar, esa otra flecha
que nos libra del sol y de la luna

y del amor. La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.

Sólo que me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.


1964, Jorge Luis Borges.
I

¡Son iguales un río y una vida!...
Y hay en las inquietudes de los ríos
remansos melancólicos y umbríos en
donde el agua está quieta y dormida.

Allí la frágil hoja desprendida
navega en blandos círculos sombríos;
allí viene a ocultar sus amoríos
la garza que en las márgenes anida,

Riela allí la primera luz del día
como una gran sonrisa de alegría
en las mañanas diáfanas y bellas,

Y allí, sin sobresaltos ni recelos,
bajan de lo profundo de los cielos
a bañarse la luna y las estrellas.

II

En el torrente férvido y sombrío
de las revueltas horas de mi vida
que viaja, hacia la muerte desprendida,
tal como viaja hacia la mar un río,

también se forma a veces el umbrío
remanso en donde el agua, adormecida,
sueña en la sombra y a soñar convida
al corazón, errante en el vacío.

Entonces, como pasa una cigüeña
sobre el cristal del agua cuando sueña
bajo la luz celeste de los cielos,

pasa tu imagen, blanca y silenciosa,
como la encarnación maravillosa
de todos mis pretéritos anhelos.


Similitudes, Ricardo Miró.
Yo soy como el viajero
que llega a un puerto y no lo espera nadie;
soy el viajero tímido que pasa
entre abrazos ajenos y sonrisas
que no son para él...
Como el viajero solo
que se alza el cuello del abrigo
en el gran muelle frío...


Viajero, Dulce María Loynaz de Castillo.
Yo vi del rojo sol la luz serena
turbarse, y que en un punto desaparece
su alegre faz, y en torno se oscurece
el cielo, con tiniebla de horror llena.

El Austro proceloso airado suena,
crece su furia, y la tormenta crece,
y en los hombros de Atlante se estremece
el alto Olimpo, y con espanto truena;

Mas luego vi romperse el negro velo
deshecho en agua, y a su luz primera
restituirse alegre el claro día,

Y de nuevo esplendor ornado el cielo
miré, y dije: ¿Quién sabe si le espera
igual mudanza a la fortuna mía?


A la mudanza de la fortuna, Juan de Arquijo.
Ceden del tiempo a la voraz corriente
recias pilastras y columnas duras,
las cúpulas rindiendo que seguras
se sustentaban en su excelsa frente.

Caduco desde el Líbano eminente
baja el añoso cedro a las llanuras,
ayer frondoso adorno en las alturas,
hoy triste cebo en el hogar ardiente.

Contra la destrucción tampoco abrigos
halló mi musa, que si busca ansiosa
versos que ya la esquivan enemigos,

sólo a ofrecer se atreve, afectüosa,
verdad, y no ilusión, a mis amigos;
caricias, no cantares, a mi esposa.


A unos amigos que le reconvenían, Juan Bautista de Arriaza y Superviela.
Isla mía, ¡qué bella eres y qué dulce! Tu cielo es un cielo vivo, todavía con un color de ángel, con un envés de estrellas

Tu mar es el último refugio de los delfines antiguos y las sirenas desmaradas.

Vértebras de cobre tienen tus serranías y mágicos crepúsculos se encienden bajo el fanal de tu aire.

Descanso de gaviotas y petreles, avemaría de navegantes, antena de América: hay en ti la ternura de las cosas pequeñas y el señorío de las grandes cosas

Sigues siendo la tierra más hermosa que ojos humanos contemplaron. Sigues siendo la novia de Colón, la Benjamina bien amada, el paraíso encontrado.

Eres, a un tiempo mismo, sencilla y altiva como Hatuey; ardiente y casta como Guarina.

Eres deleitosa como las frutas de tus árboles, como la palabra de tu apóstol.

Hueles a pomarrosa y a jazmines; hueles a tierra limpia, a mar, a cielo.

Cuando te pintan en los mapas, a contraluz sobre ese azul intenso de litografía, pareces una fina iguana de oro, un manjuarí dormido a flor de agua.

Pero también pareces un arco entesado que un invisible sagitario blande en la sombra, apunta a nuestro corazón.

Isla grácil, te visten las auroras y las lluvias; te abanica el terral; te bailan los solsticios de verano.

Como diana libre y diosa, no quieres más diadema que la luna, ni más escudo que el sol naciente con tu palma real.

La mala bestia no medró en tus predios, y jamás ha muerto en ti un solo pájaro de frío.

Idílicas abejas pueblan de miel la urdimbre de tus frondas; allí vibra el zunzún desprendido del iris, y destilan música viva los sinsontes.

Escarcha de sal y de luceros, te duermes, isla niña, en la noche del trópico. Te reclinas blandamente en la hamaca de las olas.

Tienes la rosa de los vientos prendida a tu cintura; tus mayos están llenos de cocuyos; tus campos son de menta, y tus playas, de azúcar.

Varas de san José en trance de bodas, tórnanse todos los gajos secos clavados en tu tierra taumatúrgica. Roca de Moisés, todas tus piedras preñadas de surtidores.

Vela un arcángel tras cada zarza tuya, y una escala de Jacob se tiende cada noche para el hombre que duerme en paz sobre tu suelo.

Otra escala sutil es para él, el humo rosa del tabaco que le alegra las siestas y le aroma de sueños el camino.

Para el hombre hay en ti, isla clarísima un regocijo de ser hombre, una razón, una íntima dignidad de serlo.

Tú eres por excelencia la muy cordial, la muy gentil. Tú te ofreces a todos aromática y graciosa como una taza de café; pero no te vendes a nadie. Te desangras a veces como los pelícanos eucarísticos, pero nunca, como las sordas criaturas de las tinieblas, sorbiste sangre de otras criaturas.

Isla esbelta y juncal, yo te amaría aunque hubiera sido otra tierra mi tierra, pues también te aman los que bajaron del septentrión brumoso, o del vergel mediterráneo, o del lejano país del loto.

Isla mía, isla fragante, flor de islas: tenme siempre, náceme siempre, deshoja una por una todas mis fugas.

Y guárdame la última, bajo un poco de arena soleada... ¡a la orilla del golfo donde todos los años hacen su misterioso nido los ciclones!


CXXIV, Dulce María Loynaz de Castillo.
A un amigo incomparable,
regalándole un reloj



El tiempo que nos une y nos divide
—frutal nocturno y floreciente día—
hoy junto a ti, mañana lejanía,
devora lo que olvida y lo que pide.

Cuidar en él lo que al volar descuide
será internarse en su relojería;
y minuto a minuto y día a día,
sin quererlo, aunque poco, nos olvide.

Olvidados del tiempo, esos instantes,
serán de eternidad; los deslumbrantes
momentos del instante de lo eterno.

Junio en tus manos su belleza afina;
el otoño es su dócil subalterno.
Tiempo y eternidad tu alma combina.


Soneto, Carlos Pellicer.
Cuando todos se vayan a otros planetas
yo quedaré en la ciudad abandonada
bebiendo un último vaso de cerveza,
y luego volveré al pueblo donde siempre regreso
como el borracho a la taberna
y el niño a cabalgar
en el balancín roto.
Y en el pueblo no tendré nada que hacer,
sino echarme luciérnagas a los bolsillos
o caminar a orillas de rieles oxidados
o sentarme en el roído mostrador de un almacén
para hablar con antiguos compañeros de escuela.

Como una araña que recorre
los mismos hilos de su red
caminaré sin prisa por las calles
invadidas de malezas
mirando los palomares
que se vienen abajo,
hasta llegar a mi casa
donde me encerraré a escuchar
discos de un cantante de 1930
sin cuidarme jamás de mirar
los caminos infinitos
trazados por los cohetes en el espacio.


Cuando todos se vayan, Jorge Teillier.
La reluciente atmósfera, en baños de oro y bruma,
el brillo de la tímidas esferas aquilata,
y en dormidos vellones difumina su plata,
que flota en el espacio como en el mar la espuma.

La vía láctea extiende sobre el confín su pluma
cósmica en mudo arco de inmóvil catarata,
río de luz que en términos arcanos se dilata
y en las arenas ígneas del éter se rezuma.

Si la ardida saeta del lucero confunde
con su beso de llamas mi doliente pupila,
mi sueño en la sedante nebulosa se hunde.

En un pozo de leche mi inquietud se sosiega,
y mi alma, al impulso de la noche tranquila,
hacia Dios, entre sirtes siderales, navega.


Vía láctea, Mario Carvajal.
2025/06/19 10:42:25
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